miércoles, 26 de septiembre de 2012

El torero, la folclórica y el antidisturbio

Sintonizo Intereconomía a menudo. Es un canal que me abre los chacras. Una prueba de resistencia diaria y una razón para romper una lanza en favor de la gestión unipersonal de las perversiones humorísticas. Ayer, después de rodear un perímetro policial con el motor de la curiosidad morbosa funcionando a tiempo completo, me tragué el debate de Punto Pelota. Íntegro. Y en estos edificantes mentideros deportivos, dos nadadoras, ambas pertenecientes a la selección española de natación sincronizada, compartieron experiencias acerca de las labores de la entrenadora Anna Tarrés en sus años como jefa todopoderosa de un equipo de leyenda. El mismo que un par de veces se dejó ver por algún que otro robapáginas de marca.com y que ayer era digno de portada a tres columnas. Si hombre sí, Anna Tarrés, la de "trágate el vómito". Esa.

La chica que estaba en el plató, a la que el señor Lobo Carrasco regaló un balón para acto seguido mirarle desvergozadamente el culo, justificaba en "el contexto" las broncas de su entrenadora. Que el deporte de élite es duro y punto. Que hay que entrenar al máximo. Que la Tarrés es una "persona humana" (no una persona-animal, entiendo yo) y que respeta pero no comparte. La otra, protagonista de la indigestión acuática, al teléfono, clamaba contra la misma couch, denunciaba que la actitud de doña Anna era casi digna de psiquiátrico y relataba cómo más de una y de dos deportistas habían caído en el abismo depresivo después de unas cuantas sesiones de sincronizada hardcore. Dos mundos paralelos sin salir de una piscina. Y en ellos, como los hongos de los vestuarios en los polideportivos municipales, parasita un nihilismo nacido del vientre de la relatividad. Puntos de vista. Realidades como churros.

Madrid, Plaza de Neptuno. 25 de septiembre por la tarde. Ayer, vaya. Justo antes de ver Punto Pelota, para que nos entendamos. Los cristianos rodean a los leones. Creen que pueden conseguir no ser devorados en el coliseo del día a día. Muestran los dientes a las fieras. Pero las fieras no eran de piedra. Resulta que iban de azul, llevaban casco, guatas, y el mango de Nacho Vidal en la mano (izquierda o diestra, según gustos). Ya habían rodeado al que rodeaba antes de que hubiese decidido rodear. Muy aplicados ellos. El resto de la historia ya la conocéis a golpe de vídeo en red social. No os la voy a descubrir yo, porque de esto se informa mejor uno en streaming con una buena bolsa de pipas. Sofá, mantita y La Sexta en HD. Menudas hostias. Mira, mira, le han abierto la cabeza a un anciano. Y así.

Tres párrafos después retorno a mis ojos. Los únicos que me pueden importar. Y relato lo vivido. Nunca me dejarán entrar en el garito de los héroes urbanos, así que será una historia ciertamente cutre. Pero una historia al fin y al cabo. La mía. La de un tipo de andar por casa al que el simple olor de la violencia le provoca mareos, tambores en la sien y ganas de doblar el espinazo en cualquier esquina. Como a la pobre nadadora. Arcadas de puro miedo.

La verdad es que ayer me acerqué más de lo que me hubiera gustado al fregao, como diría Mathew Modine en La Chaqueta Metálica. La primera hornada de galletas, después de que algún secreta arrojara una lata de los paquis en parábola perfecta, me pilló a menos de un kilómetro. Eso para mí es estar en el puto medio de la masacre. En la estampida generalizada, me hubiese comido con patatas al equipo jamaicano de 4x100. Corrí como si no hubiera un mañana. En ese momento decidí no volver a bajar a esa ratonera y me quedé en uno de los callejones de entrada al Congreso, para escuchar cómo la gente, con edades comprendidas entre los 18 y los 80 años, bramaba contra los malos de Star Wars. No voy a hacer la similitud con la Estrella de la Muerte porque luego algún subecarros me acusará de anticonstitucional. ¿No veis que ahí reside la soberanía del pueblo?. A mí esa palabra me sigue sonando a presentador de concursos. Los parias perdieron Lebowski. Y los tertulianos ponen el cazo.

Un par de horillas más tarde, en la mucho más tranquila Puerta del Sol, apuré la cerveza de rigor (para calmar los nervios) y me dispuse a volver a primera línea de fuego. Con la noche ya caída en Desembarco del Rey, bajé por la calle Alcalá, donde los viadantes parecían disfrutar de una tarde normal. Se podría decir que había dos Madrides funcionando simultáneamente si no fuera porque pequeños comandos de soldados universales, de cuatro o seis efectivos, se apostaban en las esquinas con actitud muy poco tranquilizadora. Dos escudos por delante protegiendo a la pequeña falange, con un fusil de esos que dicen que disparan contra el suelo. Avistando al enemigo. Un enemigo invisible que planeaba el ataque definitivo. Imagen patética de una guerra que solo existe en esas cabezas huecas alteradas por años de instrucción y compuestos anfetamínicos.

Pero tras analizar detenidamente la situación, lo entendí. Estaban allí para obligar a la gente a que se moviera. A que caminara sin rumbo y sin razón. A que no hubiera grupos parados. Si pasabas a su lado, fueras en la dirección que fueras, ellos ni pestañeaban. Pero ¡ay de ti si te detenías para descansar un poco los músculos!. Había que circular. En ese instante lo tuve claro. Me imaginé otros comandos, pero esta vez con los ojos rasgados y armados con cámaras de fotos, pagando por hacerse instantáneas con esos raros especímenes de la vieja y lejana Europa. El torero, la folclórica y el antidisturbio. Santísima Trinidad del turismo patrio. "¿A qué estás esperando? Vive la represión policial en tus propias carnes. El espectáculo callejero famoso en el mundo entero. Corre y protégete de los guardianes del orden social. Indígnate y deja que te ostien por solo 25 euros". Vamos, una fábrica de dinero para combatir la apatía y la falta de emprendimiento de nuestra maltrecha economía después de haber vivido años por encima de nuestras posibilidades. Botín, soy tu hombre.

Y sin prisa pero sin mucha calma volví a mi casa en Lavapiés. Bajé por Montera, donde la vida fluía como un martes cualquiera, imaginándome a la manijera Cifuentes con su tablero de Risk en un búnker debajo del ministerio del Interior. Jugando a la guerra con sus antidisturbios sin paga de Navidad. Feliz de la vida. Orgullosa de estar protegiendo a la democracia de la gran estructura partidista. Su democracia. Pensé en la gente con la cabeza abierta y en los detenidos. Bueno no, en esos no pensé. Pero sí en banqueros con maletines repletos de dinero, en estafadores que utilizan su poder mediático para echarle la culpa a los incautos. En el muro que se está levantando entre los que tienen, los que no tienen y los que no tienen nada que perder. Un muro mucho más alto que las ridículas vallas de un Congreso que ya solo representa a los que acuden (o no) a los plenos. Y pensé en mí. Y en lo que me va a costar ganarme dignamente la vida cerca de mi familia y de mis amigos. Y en los derechos fundamentales recogidos en un libro gordo que se cayó en un charco.

Me acomodé en el sofá, puse el canal 31, le vi el careto arrugado a Mario Conde y me tiré a la piscina. A mi piscina. Y el agua estaba muy fría. Y la Tarrés estaba mirándome. Y, vaya por dios, me dolía mucho el estómago.