lunes, 1 de octubre de 2012

La Revolución de las Pardelas


El viernes me enteré de que un elefante casi mata a Carlos Sobera. Estuvo a punto de embestirlo, aplastarle la cabeza y, de paso, arruinar las tardes de millones de españoles. La orden cerebro-dedos de cierre de pestaña en el blog de Tiramillas (lo siento, de verdad) llegó demasiado tarde. Para entonces, mi limitado sentido del humor ya había levantado la ceja imaginando un paquidermo que pedía el comodín de la llamada. Sinceramente me alegro de que el bueno de Carlos aún tenga los reflejos suficientes para esquivar bestias. Hubiese sido un terrible final para una persona tan alegre. Supongo que el despistado animal no tenía ni idea de que ese tipo podía haberlo hecho millonario.  

El caso es que en los últimos días no he dejado de ver elefantes envistiendo personas. Y hoy, al enterarme de la muerte de Eric Hobsbawn, el lejano sonido de la estampida y los tacones de Elizabeth Taylor golpean mis sienes con fuerza. Los referentes ideológicos (palabra controvertida, sí) cuelgan las botas y el equipo directivo no parece apostar por la cantera. La renovación de la plantilla se antoja traumática porque, en el medio de las derrotas, a alguien le interesa pronunciar el mantra de la generación perdida.  Y eso no hay frente cívico que lo remedie. Con todos mis respetos, Julio Anguita va a cumplir 71 años.

Sin embargo, aún existen motivos para la esperanza. Este fin de semana he tenido la suerte de divisar a un pájaro volando por encima de la vorágine del pesimismo. Y no era un águila majestuosa. Ni un imponente cóndor. Por suerte tampoco un buitre en espera de hincarle el pico a la carroña contemporánea. Se trataba de una humilde ave marina. Pequeña. Insignificante. Responsable inconsciente de mis renovadas ganas de volar. Una pardela.

Tengo la suerte de gozar de la amistad de un biólogo coetáneo y estos días tocaba charlar con él. Muchos pensarán que lo bueno es tener amigos abogados, fontaneros o mecánicos de coches. Yo también lo pienso. Pero un científico siempre te pone los pies en el suelo. Este gallego ilustre, al que vamos a llamar Señor M, quiere encomendar los próximos cinco años de su vida al estudio de los hábitos comestibles de las citadas criaturas aladas. Y digo "quiere" porque desgraciadamente aún está pendiente de la inversión en I+D dentro del fantástico sistema universitario español. A sus "gaviotas", como yo las denomino cariñosamente aunque no sean ni primas lejanas de esas viejas conocidas, les afecta la contaminación. Y de la observación de sus hábitats depende el éxito de su investigación.

Él sabe perfectamente que no va a cambiar el curso de la ciencia. Pero esa no es razón para que su pasión se atenúe. Me describe con fervor los pormenores de su proyecto y me explica cómo funciona la trastienda de la investigación científica. Descarto el ¿para qué vale? porque hace tiempo que me ha abierto los ojos y tampoco quiero que tenga razones de peso para partirme la cara. Me habla de escalones. Y de ausencia de metas a corto plazo. Insiste en la importancia de que nunca nadie se ha ocupado de cómo comen esos condenados pájaros. Y sus ojos destilan paciencia cuando baja a la tierra y repara en el escaso rendimiento económico que va a conseguir con su esfuerzo. Y entonces yo quiero coger una pistola y encañonar al tío que reparte esas becas. Porque el Señor M es la revolución. Sí señor presidente, la revolución silenciosa. Aquella que agita sus alas sin más pretensión que la de amar el cielo. La única que nos podrá salvar del invierno del FMI y de sus caminantes blancos.

El Señor M ha vuelto a su Galicia natal a esperar el resultado del reparto de las becas. Si es negativo puede que acabe currando de cualquier mierda no relacionada con la biología. Y seguiremos inmersos en la generación perdida. Y los elefantes seguirán embistiendo personas. Y Sobera seguirá repartiendo dinero. Mi consuelo es que el Señor M no parece haber venido a este mundo a hacerse millonario. Él solo quiere volar rodeado de sus pardelas.

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